Hoy es 27
de febrero de 2013, es decir el penúltimo día de pontificado de Su Santidad
Benedicto XVI, tras anunciar ante un mundo sorprendido, el pasado día 11 de
febrero, su renuncia al trono de San Pedro.
Sin dudas,
la renuncia del Papa, por primera vez en 600 años, es un hecho histórico y es,
a mi entender, más que un acto de coraje y desapego individual, un tratamiento de choque moral para reactivar
el corazón de la Iglesia Católica.
La Iglesia
ha pasado, a lo largo de su existencia de más de 2000 años por vendavales,
huracanes y tempestades de todo tipo. Sin embargo, se ha mantenido fiel a sus
principios y a su doctrina, a su fe y a su tradición. El Sumo Pontífice que
dirige la barca, jamás ha claudicado en su función de ser el más fiel
representante de Cristo en la tierra. Y ahora, apenas iniciado el año, un Papa
renuncia al mando petrino de la Iglesia. Ese hecho, por sí solo ya es
excepcional y extraordinario, pero, además, y a pesar de escándalos
financieros, sexuales y de maniobras políticas que, gracias a los medios
modernos de prensa, son conocidos en todo el mundo, la renuncia de Benedicto
XVI, puede ser el punto inicial de una gran reforma moral de la Iglesia, tan
achacada y atacada por errores del alto clero.
Sin lugar a
dudas, el nuevo Papa tendrá una difícil misión: la de reorganizar y reconducir
la nave de Pedro por aguas tranquilas. Esperamos que esto ocurra, desde el
fondo de nuestros corazones. El legado de Benedicto XVI es admirable. A parte
de las tres encíclicas escritas, él quedó notablemente conocido en lo que se
refiere a la difusión de la fe, por la trilogía magistral que escribió sobre la
vida de Jesús – el tercer tomo, hace referencia a la infancia del Redentor – en
dónde él rectifica la hipótesis de que Cristo nació antes de nuestro conocido
primer año de la era cristiana. Dueño de una cultura vasta que va mucho más
allá de la tecnología, él es capaz de ser didáctico sobre temas espinosos. Su
renuncia debe ser entendida en este contexto. Su gesto contiene una lección
revolucionaria. Muestra que nadie, ni siquiera un Papa, está inmune a la ira
Santa contra quien hiere la casa del Dios Católico. Que la fragilidad física
puede ser revertida en fuerza moral. Que el sacerdocio es una entrega al
prójimo y no a la explotación de los demás.
Hoy, 27 de
febrero, el Papa realizó su última audiencia pública en la Plaza de San Pedro.
Sus palabras firmes y suaves a la vez, fueron para pedir la firmeza de la fe,
el no abandonar la fe bajo ninguna circunstancia.
En pleno
siglo XXI, millares de personas son muertas porque se atreven a proclamar el
mensaje de Cristo. Puede ser que, para nosotros, occidentales, esto parezca un
anacronismo, pero en Sudán, por ejemplo, 500.000 personas fueron asesinados por
milicias islámicas, y la prensa occidental llamó a este hecho como “conflictos
sectarios”
El próximo
11 de abril, la Encíclica PACEM IN TERRIS de Juan XXIII cumplirá cincuenta
años. En ella está escrita: “En una convivencia humana bien constituida y
eficiente, es fundamental el principio de que cada ser humano es una persona:
esto es, naturaleza dotada de inteligencia y voluntad libres. Por esta razón,
posee en sí mismo derechos y deberes, que emanan directa y simultáneamente de
su propia naturaleza. Se trata, por consiguiente, de derechos y deberes
universales, inviolables e inalienables. Y si contemplamos la dignidad de la
persona humana a la luz de las verdades reveladas, no podremos dejar de darle
una importancia mayor. Se trata, con efecto, de personas redimidas por la
sangre de Cristo, las cuales con la gracia se convirtieron en hijas y amigas de
Dios, herederas de la gloria eterna.
Benedicto
XVI renunció al comando de esta Iglesia para que la Iglesia no corra el riesgo
de renunciar a sí misma y a la herencia que nos transforma en hijos de Dios.
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