EL ÚLTIMO INVIERNO EN SAN PETERSBURGO
Las
ventanas del Palacio Golitsyn, situado en ribera sur sobre el sólido muelle de
granito y a pocas cuadras del Palacio de Invierno, estaban iluminadas de luz en
esa última noche de diciembre.
El Príncipe
Alexis Andreijovic Golitsyn, al pie de la escalera de mármol, recibía a sus
invitados para la gran fiesta de año nuevo, la última que daba en su residencia
oficial de la capital imperial.
Los
carruajes y automóviles, se sucedían frente al palacio. Damas enjoyadas y
arropadas en sendos abrigos de piel para protegerse del intenso frío, descendían
de los vehículos acompañadas de caballeros elegantemente vestidos para la
ocasión. El baile del Príncipe era el principal evento social que inauguraba la
temporada invernal de 1914, ya que no habría bailes ofrecido por Sus Majestades
Imperiales en el Palacio de Invierno ese año.
Los
invitados ilustres, entre ellos príncipes y altos dignatarios del gobierno,
embajadores de países europeos, y algunos miembros de la familia imperial,
subían la gran escalera que conducía al vasto salón de jaspe y malaquita, con
techo inundados de arañas y caireles, columnas de mármol, amplios ventanales
con cortinas de terciopelo rojo y el gran comedor adyacente, donde se serviría
una cena formal compuesta por fuentes de ensalada de langosta, bocadillos de
pollo, crema batida y tartaletas, caviar y mucho más, acompañados de champagne
franceses, vodka, licores y todo tipo de bebidas.
La orquesta
empezaba a tocar los primeros acordes cuando los invitados dirigieron la mirada
al gran pórtico de entrada. A las ocho y media de la noche, el anfitrión
saludaba a su invitado de honor: La Emperatriz Madre María Feodorovna,
acompañada de los Grandes Duques Xenia y Alejandro Románov, hermana y cuñado
del Zar Nicolás II, respectivamente.
Con la
llegada de los regios invitados, empezó el baile del Príncipe. El anfitrión
abrió la velada danzante con la Emperatriz Madre y así el evento siguió su
curso sin percances.
Después de
la cena, el Príncipe había logrado quedarse a solas y se dirigió al amplio
ventanal del palacio que daba sobre el río Neva. La ciudad estaba iluminada por
los fuegos pirotécnicos y muchas troikas pasaban por la calle con gritos de
júbilo de sus ocupantes. En el río, los remolinos del viento polar azotaban las
aguas congeladas.
Alexis
respiró hondo. De súbito, tuvo un presentimiento terrible de que no volvería a
ver más la ciudad. En el horizonte veía algunas ráfagas de la aurora boreal que
presagiaba cambios en su vida y en la vida de los que amaba.
Parecía
que, tras las luces de la ciudad, se levantaba una gran tormenta que habría de
barrer toda forma de vida que él conocía.
Por un
momento, dio gracias a Dios que Alex ya no estuviera a su lado. Le tocaba a él,
sólo a él, enfrentar la tempestad.
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