sábado, 12 de abril de 2014

REMINISCENCIAS DE UN AMOR VERDADERO





EL ÚLTIMO INVIERNO EN SAN PETERSBURGO

Las ventanas del Palacio Golitsyn, situado en ribera sur sobre el sólido muelle de granito y a pocas cuadras del Palacio de Invierno, estaban iluminadas de luz en esa última noche de diciembre.
El Príncipe Alexis Andreijovic Golitsyn, al pie de la escalera de mármol, recibía a sus invitados para la gran fiesta de año nuevo, la última que daba en su residencia oficial de la capital imperial.
Los carruajes y automóviles, se sucedían frente al palacio. Damas enjoyadas y arropadas en sendos abrigos de piel para protegerse del intenso frío, descendían de los vehículos acompañadas de caballeros elegantemente vestidos para la ocasión. El baile del Príncipe era el principal evento social que inauguraba la temporada invernal de 1914, ya que no habría bailes ofrecido por Sus Majestades Imperiales en el Palacio de Invierno ese año.
Los invitados ilustres, entre ellos príncipes y altos dignatarios del gobierno, embajadores de países europeos, y algunos miembros de la familia imperial, subían la gran escalera que conducía al vasto salón de jaspe y malaquita, con techo inundados de arañas y caireles, columnas de mármol, amplios ventanales con cortinas de terciopelo rojo y el gran comedor adyacente, donde se serviría una cena formal compuesta por fuentes de ensalada de langosta, bocadillos de pollo, crema batida y tartaletas, caviar y mucho más, acompañados de champagne franceses, vodka, licores y todo tipo de bebidas.
La orquesta empezaba a tocar los primeros acordes cuando los invitados dirigieron la mirada al gran pórtico de entrada. A las ocho y media de la noche, el anfitrión saludaba a su invitado de honor: La Emperatriz Madre María Feodorovna, acompañada de los Grandes Duques Xenia y Alejandro Románov, hermana y cuñado del Zar Nicolás II, respectivamente.
Con la llegada de los regios invitados, empezó el baile del Príncipe. El anfitrión abrió la velada danzante con la Emperatriz Madre y así el evento siguió su curso sin percances.
Después de la cena, el Príncipe había logrado quedarse a solas y se dirigió al amplio ventanal del palacio que daba sobre el río Neva. La ciudad estaba iluminada por los fuegos pirotécnicos y muchas troikas pasaban por la calle con gritos de júbilo de sus ocupantes. En el río, los remolinos del viento polar azotaban las aguas congeladas.
Alexis respiró hondo. De súbito, tuvo un presentimiento terrible de que no volvería a ver más la ciudad. En el horizonte veía algunas ráfagas de la aurora boreal que presagiaba cambios en su vida y en la vida de los que  amaba.
Parecía que, tras las luces de la ciudad, se levantaba una gran tormenta que habría de barrer toda forma de vida que él conocía.
Por un momento, dio gracias a Dios que Alex ya no estuviera a su lado. Le tocaba a él, sólo a él, enfrentar la tempestad.




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