En este
tiempo de Adviento – preparación para la Natividad de Nuestro Señor – acostumbro
meditar sobre algunos puntos fundamentales de nuestra fe. Este año, en que la
liturgia nos recuerda una vez más este período espiritual, quiero meditar sobre
tres aspectos de la vida espiritual: la Paciencia, la esperanza y la alegría.
PACIENCIA,
es una virtud que, aparentemente es sencilla y fácil de alcanzarla. Con ella
conseguimos un estado tal de mansedumbre que solidifica nuestra fe y fortalece
nuestra esperanza en la vida eterna.
Jesús es el
modelo de mansedumbre que hemos de imitar pues esta virtud se manifiesta en una
gran fortaleza de espíritu. Hemos de imitar al Señor, modelo de paciencia, al
llevar nuestro yugo, porque con Él, es llevadero y liberador y la carga no es
tan pesada, pues el Señor nos ayuda a sobrellevarla.
La liturgia
del Adviento nos propone a Cristo manso y humilde para que vayamos a Él con
sencillez, y también para que procuremos imitarle como preparación para la
Navidad. Sólo así podremos comprender los sucesos de Belén; sólo así podremos
hacer que quienes caminan junto a nosotros nos acompañen hasta el Niño Dios.
Si
observamos de cerca a Jesús, le vemos paciente con los defectos de sus
discípulos, y no tendrá inconveniente en repetir una y otra vez las mismas
enseñanzas, explicándolas detalladamente, para que sus íntimos, lentos y
distraídos, conozcan la doctrina de la salvación. No se impacienta con sus
tosquedades y faltas de correspondencia. Verdaderamente, Jesús, “que es Maestro
y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo e invitó pacientemente a
sus discípulos”.
La paciencia
y la mansedumbre no son propias de los blandos ni de los amorfos; está apoyada,
por el contrario, sobre una gran fortaleza de espíritu. El mismo ejercicio de
esta virtud implica continuos actos de fortaleza.
Si
practicamos la paciencia, nos opondremos a las estériles manifestaciones de
violencia, que en el fondo son signos de debilidad (irritaciones, mal humor,
odio, etc.), a los desgastes inútiles de fuerzas por enfados que no tienen
razón de ser, ni por su origen –muchas veces estriba éste en pequeñeces, que
podían haber pasado con una sonrisa o un silencio-, ni por resultados, porque
nada arreglan.
LA
ESPERANZA nos ayuda a lo que yo llamo de: “la santa espera”. Es tan difícil
tener la paciencia para conseguir esta virtud, la de la esperanza, que nos
ayuda en nuestra vida espiritual a tener la convicción de que, pase lo que
pase, llegaremos hasta la meta espiritual de la vida eterna, que es la
verdadera felicidad que podemos alcanzar.
La
esperanza es mansa, es agradable y es benigna. Ella nos conforta y, como dice
el dicho popular “es la última que muere”, nunca debemos dejar de hacer crecer
en nuestro corazón esta virtud, porque ella nos apoya y nos lleva por el camino
trazado por la Providencia.
LA ALEGRIA,
es el fruto de la paciencia, de la esperanza, de la fe, de la caridad. Con la
alegría en el alma, podremos enfrentar, con garbo, todas las vicisitudes de la
vida. Un espíritu alegre, es un espíritu que contagia y atrae. Una persona
alegre trae consigo un bagaje de gentilezas, algarabías y sonrisas que hacen
que la vida parezca mucho más fácil y llevadera.
En este
Adviento de nuestra vida, mi mayor deseo es que consigamos ejercer la
PACIENCIA, la ESPERANZA y la ALEGRIA. Que éstos sean los pilares para que
podamos vivir la Navidad de Nuestro Señor con gracias y bendiciones. Que así sea.
Nenhum comentário:
Postar um comentário