Es natural
que, como cristianos metidos en las entrañas del mundo, encontremos
dificultades, a veces muy penosas, para contemplar y entender los misterios de
la Pasión de Jesucristo.
Las Pascuas
de Resurrección de Cristo nos llena el corazón de alegría y de luz. La luz del Redentor
disipa las tinieblas y, la esperanza del cristiano se renueva en un ambiente de
extrema felicidad. Pareciera que la vida misma adquiere luz, color y estímulos.
Pero, para disfrutar de la alegría pascual, debemos meditar - y vivir - el
dolor de la Pasión.
Mirar a
Cristo crucificado y aprender de ÉL la vida de piedad, parece ser un camino
indispensable para alcanzar los gozos de su resurrección. Con la piedad y la
penitencia, adquirimos la gracia para seguir los pasos del Salvador. Poner a
Jesús presente en nuestro día a día, nuestro trabajo y nuestra vida cotidiana,
nos ayudará a tener una vida de piedad. Vida que contribuye, en grado máximo, a
enriquecer nuestra espiritualidad.
Aprender a
tratar a Jesús a través de la oración, de las oraciones vocales (tan bellamente
adornadas de jaculatorias ancestrales), y de una actitud penitente, son los
medios que nos ayudan a entender, por lo menos en parte, el vía crucis de
Jesús.
Muchas
veces, me sentí conmovido contemplando a Jesús – tan solo – sumergido de dolor
y de miedo en el Huerto de Getsemaní, horas antes de su Pasión. El escándalo de
su sufrimiento y de su muerte
ignominiosa en la Cruz, son las bases de nuestra redención.
VIVIR esas
horas amargas de Jesús y acompañarle en esa vía dolorosa con nuestro bagaje de
tristezas, miedos, pecados, amarguras y decepciones, ciertamente purificará
nuestro corazón de penitente. Calmará nuestro dolor y nos dará el bálsamo de la fe en la salvación eterna.
Siendo corredentores con Cristo en la Cruz, viviremos con gozo máximo, la
felicidad de su resurrección gloriosa.