domingo, 25 de dezembro de 2011
MEDITACIÓN DE NAVIDAD
En este día tan especial, el de Solemnidad de la Natividad, mi mente y mi corazón se dirigen hacia un lugar muy entrañable y especial: la gruta de Belén.
Observo con atención las imágenes tan queridas de José y María y del niño Jesús, acurrucado en brazos de su madre. Todo es tan sencillo, tan humilde y, al mismo tiempo tan grandioso.
Si quiero encontrar un ejemplo de humildad, miro a María; si quiero un ejemplo de desprendimiento, miro a María. Si a pesar de mis luchas, aún puede conmigo el egoísmo, miro a María, porque debemos imitarla en su generosidad y poder sentir la alegría de darnos y de dar. Necesitamos entender mejor que la generosidad enriquece y agranda el corazón y la posibilidad de recibir más. El egoísmo, por el contrario, es como un veneno que destruye, con lentitud a veces y siempre con seguridad.
En Belén reina la humildad, que es el fundamento de todas las virtudes y sin ella, ninguna podría desarrollarse. Sin la humildad todo lo demás es “como un montón muy voluminoso de paja que habremos levantado, pero al primer embate de los vientos queda derribado y deshecho”. El humilde tiene una especial facilidad para la amistad, incluso con gente muy diferente en gustos, edad, etc. La humildad es, especialmente, fundamento de la caridad. Le da consistencia y la hace posible. San Agustín decía que “la morada de la caridad es la humildad”.
Belén también significa desprendimiento. Un deshacimiento de las cosas de la tierra que elevará nuestro corazón a Dios y nos hará mirar más al prójimo y a sus necesidades.
El recogimiento y el espíritu de oración nos ayudará a tratar a Jesús Niño, a seguir el ejemplo de María y a acudir a José, maestro de vida interior.
“Hoy sabréis que viene el Señor, y mañana contemplaréis su gloria”
La Virgen nos alienta a no dejar jamás la oración y el trato con el Señor. Es preciso reconocer con humildad y, sinceramente, que somos pobres criaturas con ideas confusas, frágiles y débiles, con necesidad continua de fuente interior y de consuelo.
En Belén, no quisieron recibir a Cristo. También hoy muchos hombres no quieren recibirlo. Sin embargo en aquel lugar, sucedió el acontecimiento más grande de la humanidad, con la más absoluta sencillez: “Y sucedió – nos dice San Lucas – que estando allí se le cumplió la hora del parto”. María envolvió a Jesús con inmenso amor en unos pañales y lo recostó en un pesebre.
Esa noche, los pastores, ejemplos de humildad y sencillez, son los primeros y los únicos en saber la gran noticia. En cambio, hoy lo saben millones de hombres en todo el mundo. La luz de la noche de Belén ha llegado a muchos corazones, y, sin embargo, al mismo tiempo, permanece en la oscuridad.
A veces, incluso parece que más intensa. Los que aquella noche lo acogieron, encontraron una gran alegría, la alegría que brota de la luz. La oscuridad del mundo superada por la luz del nacimiento de Dios.
Nos ha nacido nuestro Salvador. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la vida misma que acaba con el temor de la mortalidad y nos infunde la alegría de la eternidad prometida.
Cantamos con júbilo en este día de Navidad, porque el amor está entre nosotros hasta el fin de los tiempos.
Al acercarnos a besar al Niño, o contemplemos un Nacimiento, o al meditar este gran misterio, agradezcamos a Dios su deseo de abajarse hasta nosotros para hacerse entender y querer, y que nos decidamos a hacernos también como niños, para poder entrar así, un día, en el reino de los cielos.
Observando el pesebre de Belén, pido al Niño Dios que me conceda compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana.
No puede haber alegría mayor en mi vida.
Assinar:
Postar comentários (Atom)
Nenhum comentário:
Postar um comentário