segunda-feira, 21 de fevereiro de 2011
HUMILDAD Y CARIDAD
La humildad es la base fundamental de la caridad. Quien es humilde tiende a ser más caritativo en su conducta y en su vida, a favor de su semejante. La humildad es la base porque siendo humildes, tenemos noción exacta de nuestras limitaciones, de nuestras debilidades y de nuestros defectos. Es humilde, no el que se rebaja, sino el que sabe su posición en el gran teatro de la vida humana. La humanidad del corazón humilde es capaz de conmoverse y sentir compasión, y por ende, expresa mucho mejor sus actitudes de caridad.
La humildad está en el fundamento de todas las virtudes y constituye el soporte de la vida cristiana. A esta virtud se le opone la soberbia y su secuela inevitable, el egoísmo. La persona egoísta hace de sí, la medida de todas las cosas, hasta llegar a la actitud que San Agustín señala como el origen de toda desviación moral: “el amor propio hasta el desprecio de Dios”. El egoísta no sabe amar, busca siempre recibir, porque en el fondo sólo se quiere a sí mismo. No sabe ser generoso, ni agradecido, y cuando da, lo hace calculando el posible beneficio que le reportará. No sabe dar sin esperar nada a cambio.
La soberbia, como raíz del egoísmo es, por tanto, lo contrario a la humildad y a la caridad.
Para levantar el elevado edificio de la vida cristiana, debemos tener un gran deseo de ahondar en la virtud de la humildad: pidiéndosela al Señor, siendo sinceros ante nuestras equivocaciones, errores y pecados, ejerciendo actos concretos de desasimiento del propio yo..De ella nacen incontables frutos y está relacionado con todas las virtudes, pero de modo particular con la alegría, la fortaleza, la castidad, la sinceridad, la sencillez, la afabilidad y la magnanimidad, la persona humilde tiene una especial facilidad para la amistad. Sin humildad no es posible vivir la caridad.
La caridad encuentra su esencia en el amor al prójimo, el máximo mandamiento de Jesucristo. La virtud sobrenatural de hijos del mismo Padre y hermanos de Cristo. La caridad nos acerca profundamente al prójimo y no es un mero humanitarismo. Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo. La caridad se distingue de la sociabilidad natural de la fraternidad que nace del vínculo de la sangre, de la misma compasión de la miseria ajena.
Sin ella, la vida se queda vacía. La elocuencia más sublime, y todas las buenas obras si pudieran darse, serian como sonido de campana o de címbalo, que apenas dura unos instantes y se apaga. San Pablo decía que sin la caridad de poco sirven los dones más apreciados. Sin caridad, no soy nada. La caridad necesita de paciencia pues esto denota gran fortaleza; está dispuesta a hacer el bien a todos, por eso es benigna. No es envidiosa, pues mientras la envidia se entristece del bien ajeno, la caridad se alegra de ese mismo bien. La caridad no obra con soberbia ni es jactanciosa, no es ambiciosa, no toma en cuenta el mal, todo lo espera, todo lo cree, todo lo sufre. Todo, sin exceptuar nada.
Es mucho lo que podemos dar: fe, alegría, un pequeño elogio, cariño…Nunca esperaremos nada a cambio. No nos molestemos si no somos correspondidos: la caridad no busca lo suyo, lo que humanamente considerado parecería que se nos debe.
La caridad se anida en el corazón del humilde. Los que tienen la dádiva divina de ser caritativos, entonces podrán considerarse verdaderos seres humanos, verdaderos hijos de Dios.
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