EN LA FIESTA DE CRISTO REY
En esta
solemnidad, en que la liturgia marca el final del tiempo ordinario y el inicio
de un nuevo tiempo litúrgico: el del Adviento, meditamos sobre la realeza de
Cristo, Rey y Señor del Universo. Él es el alfa y el Omega, el primero y el
último, el principio y el fin.
Sólo en
Cristo encontramos el verdadero sentido de nuestro quehacer aquí en la tierra.
La iglesia entera, y cada cristiano, es depositaria del tesoro de Cristo: crece
la santidad de Dios en el mundo cuando cada uno luchamos por ser fieles a
nuestros deberes, a los compromisos que, como ciudadanos, como cristianos,
hemos contraído.
A lo largo
del tiempo ordinario, la iglesia nos muestra los poderes de Cristo. Las
parábolas y los milagros cubren todo el evangelio en cada jornada litúrgica.
Este tiempo culmina hoy, con esta gran fiesta, en la que se realza la realeza y
la grandeza de Nuestro Señor, como el amo del universo.
Pero el
poder de Cristo no subyuga como los poderes terrenos de reyes, emperadores,
dictadores y demás gobernantes. Es un poder de amor, donde sólo se nos pide
amor y fidelidad al que es nuestro soberano y Señor. Nuestra recompensa por
amarle es su infinita misericordia que, Jesucristo por su benevolencia y su bondad divina, nos derrama
en forma de bendiciones a todos sus hijos.
No somos
vasallos ni súbditos, somos hijos de un mismo Dios y Señor, de un mismo Rey, de
un mismo Cristo.
En la
fiesta de hoy, oímos del Señor que nos dice en la intimidad de nuestro corazón:
“yo tengo sobre ti pensamientos de paz y no de aflicción”, y hacemos el
propósito de arreglar en nuestro corazón lo que no sea conforme con el querer
de Cristo. A la vez, le pedimos poder colaborar en esa tarea grande de extender
su reinado a nuestro alrededor y en tantos lugares donde aún no le conocen.
El amor de
Cristo es como un río de paz, un mar de inagotable misericordia.
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