Existen
varios motivos en nuestra vida corriente que perturban nuestra fe. Desde el
trajín del día - día , los problemas cotidianos, los cambios de humor por el
tráfico, la pérdida de tiempo, las metas no alcanzadas, las noches mal
dormidas, una leve indisposición, una enfermedad, problemas laborales,
infortunios, etc,etc. A veces mantenemos la fe en alta a cualquier costo, pero
a veces aparece la tibieza, quizá el peor enemigo de la vida espiritual y otros
tantos motivos que parece que no hay razones, ni ganas de vivir.
Entonces,
recibimos un pequeño y sutil “tirón de orejas” de parte de Dios para mostrarnos
que nada en esta vida importa más que tener fe. No me refiero a esa fe
académica y teórica, sino aquella fe práctica y viva que alimenta nuestro
cotidiano y nos hace elevarnos a categoría de verdaderos hijos de Dios.
Cierta
tarde, estaba yo esperando el autobús, preocupado por un incipiente atraso en
mis obligaciones laborales e inmerso en un marasmo de decepciones, inquietudes
y ansiedades, cuando se acercó un señor de estatura baja, rostro apacible, de
unos sesenta años o más, preguntándome si el autobús que acabara de pasar no
era el que pertenecía a la línea 477-10P. Le dije que sí y el hombre,
suspirando, lanzó un “¡qué pena!” sonriendo y prosiguió:
-
Joven, usted podría avisarme cuando
se acerca ese bus? Es que estoy ciego y no puedo ver ni siquiera el color del
vehículo.
Le dije que
no tendría ningún problema en avisarle y entonces, empezó un dialogo con este
hombre desconocido pero amable, aquel que, bíblicamente hablando sería ciego “mi prójimo o mi semejante”.
Me comentó
que hacía un año estaba ciego y que, sin previo aviso, le falló la visión
mientras trabajaba y que se había hecho todos los estudios y exámenes médicos
sin suceso en descubrir el motivo o la razón de esa ceguera. La pérdida había
sido del 90% de su visión y que ahora, paulatinamente veía un poco más, a pesar
de que sólo sombras vagas e imperfectas.
Lo que más
me sorprendió de su historia, fue su impresionante fe. Me dijo que no se
preocupaba con el futuro porque creía, fielmente, que si Dios le había arrebatado
la visión, había algún porque, y que si no lo descubre en esta vida, lo hará al
encontrarse con el creador después de su muerte.
Eso me
sorprendió de sobremanera, pues me di cuenta de la grandeza de la fe de esa
alma que entregaba todo – incluso su vida y su enfermedad – en manos de la Providencia.
Entonces
comprendí que, a pesar de mi espiritualidad, a veces me dejo llevar por el
desánimo y mi fe se achica. Entonces agradecí a Dios por esa lección dada por
mi semejante en una calle cualquiera de la ciudad. Comprendí, entonces que el
Señor, una vez más, había sido benevolente y misericordioso con este pobre vaso
de barro de vasija rota que soy yo.
Me despedí
de mi prójimo y le deseé mucha fe, y continué mis deberes de estado con esa
alegría y ese garbo que siempre he tenido en la vida.
Considero
esto como un gran regalo de la Providencia.
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