Una obra de
arte es etérea, inmanente, visceral y emotiva. Sojuzga el alma del hombre y la
eleva hacia un nivel de virtud imperecedera. Es latente, pues provoca
transformaciones sensibles y muchas veces filosóficas en la mente de quien la
admira y posee. Es eterna, pues invade las cámaras secretas de la inconsciencia
humana y acompaña al hombre a través de la inmortalidad.
Es
vulnerable, pues su poder es subjetivo y es inestimable desde el momento en que
esa “subjetividad” la coloca en diversos niveles de valor. En fin, una
verdadera obra de arte es el más fulgurante reflejo de la expresión y de la
inteligencia humana.
La virtud
de apreciarla es atributo de la raza humana.
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