Al nacer en
medio de sus suaves melodías, de su abrupta sinceridad, de su romanticismo
embriagante, la lengua española acunó mis primeros pensamientos, mis primeros
razonamientos, mis ideas, mis emociones. He construido paulatinamente la
pirámide de mi propia literatura en medio del caos de una adolescencia común, y
en medio a un mundo difícil y complejo, como cualquier joven de su época.
En la tierna
infancia, la idea de lo sobrenatural ha calado hondo en mi alma, era una idea
más que necesaria, era una idea que me llevaba a mi propia salvación
individual. Y entonces, aprendí el verbo “Amar” en su mayor dimensión. Al amar
al Creador, aprendí a amarme a mí mismo, aprendí a amar a los demás y aprendí a
comunicarme a través de las antiguas plegarias de mis antepasados. Así aprendí
a dilucidar, aunque en forma imperfecta, los misterios que las palabras tienen
en la lengua española.
La riqueza
del vocabulario la absorbí a través de las fantásticas lecturas de mi tierna
adolescencia. En los viajes de Salgari, en las aventuras de Tom Sawyer, en la
Isla del Tesoro de Stevenson. Después, algún tiempo después, llegaron los
grandes: Cervantes, Neruda, Bécquer, Lorca. Parecía entonces que no necesitaba
de ninguna otra lengua más para poder pensar y soñar. Me equivocaba. Descubrí
la riqueza que cada lengua tiene escondida a través de los meandros de sus
obras literarias.
Entonces,
apareció la lengua portuguesa.
Alguna vez,
alguien había dicho que el portugués solo era “un español deshuesado”, fácil,
cómodo y sencillo de entender. Gran equivocación.
Al entrar en
el mundo lusitano del portugués me deparé con una complejidad única. El primer
elemento que descubrí en ella fue la armonía y el ritmo suave y delicado de sus
vocales, las construcciones elegantes de sus frases, el orden de pensamiento
rígido y al mismo tiempo liberador de su gramática, no tardaron en seducirme.
Y cuando
tuve entre mis manos las bases de una comprensión considerable, entonces me
sumergí en el mundo de la literatura. Descubrí grandes escritores y poetas.
Aprendí a amar a Fernando Pessoa, a Manoel Bandeira, a Drummond de Andrade, la
sencillez de Adélia Prado, el mundo de Guimarães Rosa y la grandiosidad de
Clarice Lispector que había dicho: “Esta es una confesión de amor. Amo la
lengua portuguesa. Ella no es fácil. No es maleable. Y como no fue
profundamente trabajada por el pensamiento, su tendencia es la de no tener
sutilezas y de reaccionar a veces con un verdadero puntapié contra los que
temerariamente se atreven a transformarla en un lenguaje de sentimiento y de
alerta. Y de amor. La lengua portuguesa
es un verdadero desafío para quien escribe, sobre todo para quien escribe
sacando de las cosas y de las personas la primera capa de superficialidad”
“Ternura” no es igual a cariño, “saudade” no
es igual a nostalgia. Pero la palabra “AMOR” sí es igual y se siente de la
misma forma.
Este texto
es sólo para demostrar mi profundo respeto y mi amor por las dos lenguas que,
en este momento de mi formación, son las dos columnas de mis pensamientos. Las
demás, siguen como polluelos a la gallina.
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