Mi
predilección por el sistema de gobierno monárquico no es algo que tenga que ver
con el glamour ni con la mística que siempre rodeó a la monarquía. Tiene que
ver con un cierto respeto por la institución puesto que ella es una reserva
moral de autoridad y de equilibrio en los complejos meandros de las cuestiones
del poder.
Es
necesario tener como ejemplo, en la Jefatura del Estado, a personas preparadas
y con profundo sentido del deber y del respeto a las leyes que forman el Estado
de Derecho. Hemos visto lo contrario en nuestras “Repúblicas”, en las que los
advenedizos y corruptos tienen preferencia sobre los preparados y decentes para
comandar la cosa pública.
La
monarquía ejerce el poder de árbitro en las altas cuestiones del Estado. Una
sociedad organizada es reflejo de sus instituciones y vice-versa. Por tanto,
cuando en la cima del poder está una persona respetable, con profunda
preocupación por las cuestiones políticas de una nación, es un ejemplo, no sólo
para la clase política como para los ciudadanos en general.
Por
carecer de poder político directo, un monarca constitucional ejerce la función
de guardián de la Carta Magna y de la alta representación de una nación. Se
convierte así, indudablemente, en ejemplo de líder de una nación. Su “verdadero
poder” reside en su profundo conocimiento de las cuestiones de Estado,
experiencia, influencia y sobre todo, equilibrio en el manejo de la cosa
pública.
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